viernes, 5 de septiembre de 2014

Villa Miseria también es América - Bernardo Verbitsky

CAPÍTULO 1
El recuerdo terrible de Villa Basura, deliberadamente incendiada para expulsar con el fuego a su indefenso vecindario, era un temor siempre agazapado en el corazón de los pobladores de Villa Miseria. La noticia de aquella gran operación ganada por la crueldad, no publicada por diario alguno, corría no obstante como un buscapiés maligno. Y en todos los barrios de las latas, que forman costras en la piel del Gran Buenos Aires, supieron desde entonces que en cualquier momento podían ser corridos de sus casuchas como ratas. Durante un tiempo velaron guardias nocturnas en Villa Miseria, para no ser sorprendidos. Nada ocurrió, en muchos meses. Pero una madrugada desperté el barrio en medio del amenazante y confuso rumor de voces de mando y ladridos de perro, entre gritos de intimidación y de alarma. Hombres y mujeres, sobresaltados, mal despiertos y a medio vestir, sintieron la angustia de ser, ellos y sus familias, el objeto mismo del ataque. Cada vivienda era un hogar. Seria dispersado al viento entre llamas y humareda. Las linternas, las cabezotas de los perros, aparecieron en la entrada de los ranchos abiertos. Las puertas cerradas eran sacudidas a golpes y patadas. Se alzó entonces un enorme clamor, proyectado de casa en casa. Los mismos policías estremecieron ante ese bramido de desesperación de todo el barrio. Pero no venían a incendiarlo. En esa hora incierta anunciaron sucesivamente su detención de unos setenta habitantes del barrio, sin que se supiese por qué elegían a unos y dejaban libres a otros. Los condujeron a la calle, agrupándolos en la vereda. Los que preguntaron por la razón del arresto, solo obtuvieron una respuesta de silencio, empujones y amenazas. Eran las cuatro de la mañana cuando la derrotada columna empezó a marchar en dirección a la comisaria, a pocas cuadras de allí. Cruzaron un paso a nivel. Iban resignados, y con un fondo de temor, no por ellos, sino por los que quedaban, por su gente, por el barrio mismo. Seguía siendo noche cerrada cuando con voces autoritarias, los ubicaron en una galería trasera del viejo edificio policial.
Lejano parecía lo que fue para ellos un acontecimiento el día anterior, pocas horas antes. En su mayoría estaban libres porque era feriado, y casi todos desfilaron por la casa de Aureliano Gómez, oficialmente inaugurada. El enfermero era hombre optimista y sin dejarse impresionar por algunas burlas y por la falta evidente de futuro, se hizo construir una vivienda con ciertas comodidades que allí parecían lujos fastuosos. Era de ladrillo, material poco usado en ese mundo de madera y lata. Un poco en broma, decían que tenía tres piezas, pues si en realidad era una construcción baja y cerrada como choza de esquimal, tenía suficiente amplitud como para marcar en ella tres ambientes. Al pasar la puerta se entraba a un pequeño sector que correspondía a una salita de recibo, aunque no era más que un rincón en el que solo cabían una silla y una mesita con la radio. Sin separación, el dormitorio, de cuyo techo colgaba a la altura de la cabeza una vieja araña de luces, con tulipas de vidrio. Era allí una coquetería y un alarde. Del dormitorio, se pasaba a una especie de “hall” interno con piso de tierra al que se abrían la cocina y el baño, el único baño interno de toda la Villa, que evitaba a esa privilegiada familia el salir a la intemperie para usarlo. Claro que el agua debían ir a buscarla a la bomba, como todos. Pero tenía su propio pozo ciego. Y su losa blanca, allí donde solo existía un agujero y la arpillera que lo rodeaba simbolizaba el progreso recorrido por la humanidad en el camino do la higiene y del confort pero también en el del decoro, pues protegía al individuo, atenuando ciertas imágenes de su animalidad. Era, en el lugar, un deslumbramiento. Pero ahora en la Comisaria el recuerdo del día anterior solo les hacía pensar en la inutilidad de cualquier esfuerzo.
— ¿Qué le está causando gracia, don Gómez? —le preguntó Pastor.
— ¿Me río de las ganas que tengo de tomar mate —dijo.
Pasaban las horas y aún ignoraban por qué los habían traído. Fluctuaban entre la indignación y una resignada pasividad, y entre una y otra reaparecía el temor de que en ese momento estuviesen prendiendo fuego a sus viviendas. A media mañana los arrearon hasta una habitación, en la que fueron entrando hasta que no hubo espacio para uno más. Veinte debieron quedar en la galería. Creyeron que iban a conocer por fin las causas de la detención, aproximándose así a la libertad, pero allí amontonados tuvieron tiempo de rumiar nuevas conjeturas. Se escuché un quejido y advirtió el enfermero que el rostro pardo de Evelio- quedaba descolorido en una palidez verdosa. El lugar era cerrado y sin ventilación y también otros empezaron a sofocarse, contagiando su alarma y su angustia a los demás: Godoy indico una ventana clausurada que él mismo hizo saltar.
Esperaban castigo, inciertos peligroso de alguna índole desconocida, por lo menos un interrogatorio, pero nada sucedió. La misma seguridad de que la razón estaba de su parte, los domesticaba, manteniéndolos en su fatalismo de siempre. Se aclararía el error y quedarían libres. La injusticia era parte de su normalidad. Fabián Ayala, cuya palabra era escuchada, había opinado que era preferible evitar una protesta ruidosa. Su tranquilidad contribuyó a mantener en calma a los demás. Aureliano, que exigió su libertad, pues debía tomar servicio en el Sanatorio donde trabajaba, nada obtuvo, tampoco, de su tono apremiante.
Quedé establecida la primera comunicación cuando convencieron a un vigilante para que les consiguiera pan y fiambre. Y pudieron encender cigarrillos llegados por la misma vía. La escasa comida sirvió al menos para distraerlos.
Ayala, al mirar el reloj, comentó:
— Son las diez de la mañana. Va a hacer seis horas que estamos aquí.
—No se ve nadie —dijo uno que volvió del baño.
Ignoraban que en ese momento todo el personal de la Comisaria constaba de tres hombres, un auxiliar, un cabo y un agente, pues los demás actuaban afuera. Escucharon el estampido distante de una bomba y esperaron otro, pues con dos convocaban en el lugar a los bomberos voluntarios. Aún temían que el barrio fuese incendiado. Pero no se repitió. Frenético, Aureliano provocó entonces un escándalo, explicando a gritos al agente que su sanatorio atendía los servicios sociales de varios Sindicatos y le recalco que al Comisario le interesaría saberlo. Le permitieron hablar por teléfono y, enterado el gerente del Sanatorio, prometió mover las debidas influencias y venir, además, personalmente. Llegó a las 11, y obtuvo la libertad del enfermero. Entonces el Comisario creyó llegado el momento de interrogar a todos. Como eran setenta, la tarea de anotar todos los nombres y los datos personales, dura hasta las cuatro de la tarde. Pasaron de a uno a una habitación contigua donde les hicieron mil preguntas sobre la familia, el trabajo, la forma en que llegaron al barrio, el tiempo que estaban en él, sus planes futuros. Luego de registrar sus respuestas enviaron de nuevo al interrogado con los demás, en cuyo cansancio fermentaba una nueva rebeldía. Pero a las cinco de la tarde, cuando habían completado trece horas de arresto, los dejaron en libertad, sin darles ninguna explicación.

CAPÍTULO 2
El barrio sintió la humillación impotente de un hombre abofeteado. Y se temían nuevas sorpresas. Hablando y hablando, la gente buscaba su equilibrio, pero las conjeturas alargaban la incertidumbre. Muchos de los retenidos en la Comisaria, faltaron al día siguiente al trabajo, y casi toda su población pululaba en las callejuelas de la Villa convulsionada que solo en la conversación interminable hallaba algún desahogo.
— Y lo que vendrá será peor —dijo Grijera interpretando el temor de muchos.
— ¿Vos sabés—le dijo el risueño Nicandro a Filomeno— lo que pensé en la Comisaria?
— ¿Qué pensaste?
— Que a lo mejor nos llevaban para avisamos que iban a levantar el monoblock.
Aludía a una frase del santiagueño; meses atrás cuando soportaban una de las periódicas inundaciones que los sumergían, al mismo Nicandro le había dicho:
— Ese amigo tuyo que habla tanto por la radio para decir que todo es de nosotros, ¿cómo nos deja vivir con cl barro?
— El día que a él se le ocurra —contesto Filomeno- levanta aquí un monoblock para todos.
Aquella respuesta se hizo célebre en la villa, pero en este momento la alusión no causó gracia a Filomeno cuya expresión taciturna se volvió peligrosamente amenazadora. Un minuto después se estaban trompeando con ferocidad ya que Nicandro se vio obligado a defenderse y pelear. Costo separarlos. Con ayuda de otros lo logro Fabián, no sin antes recibir un puñetazo en la cara. Le preocupaba más el incidente que el golpe. Pasase lo que pasase la masa peronista no culpaba a su líder por lo que ocurrirse, y no lo reprochaban el hallarse empantanados en el lugar. Momentáneamente, como una tropa que se prepara a luchar por futuros objetivos, acampaban en el barro. Para mucha gente de la ciudad era la barbarie, la montonera gaucha que había llegado a las puertas de la Capital.
— Si nos matamos entre nosotros…—dijo Fabián aun jadeante, a Godoy.
Viéndolos a todos moverse de un grupo a otro, Fabián fue a buscar una escoba, y cerca de donde los demás conversaban empezó ostensiblemente a reunir la basura tirada delante de una de las viviendas. Isolina se le acercó ofreciéndose a realizar ella ese trabajo, pero no insistió al descubrir entre los desperdicios una rata muerta, de cuerpo alargado, ardo, con un despellejamiento rojo en un costado al que se prendían unas moscas de un hermoso color verde.
— ¿No tiene un poco de kerosene, Isolina? Esto hay que quemarlo.
Fabián no deja de observar la mirada ansiosa con que la siguió Páez, un muchacho con aire de peoncito gaucho, cuando ella se alejó. Isolina tenía provocativa pinta a pesar de su desaliño ligeramente sucio. Fabián oculto la rata bajo papeles y otros desperdicios, y después de rociarlo todo con kerosene que ella le trajo, le arrimó un fosforo. La llama, al principio débil, se agrandé de golpe.
— Cuidado ustedes —previno Fabián, alejando a los chicos que se aproximaban demasiado.
— Yo le traigo más para quemar, así aprovechamos este fuego —ofreció Páez solícito.
— Espere, será mejor con mi carretilla —propuso Godoy, que también se había acercado.
Godoy, habilísimo mecánico de frigorífico, con la pequeña carretilla, y Páez, peón de funeraria, que le siguió con la escoba y una pala, fueron recogiendo basura de la que se acumulaba en muchos Iugares. Vieron un montón en el patio delantero de una vivienda. Páez se dispuso a entrar para recogerlo, pero antes de que traspusiera la puertita, Godoy Io detuvo.
— Creo que Benítez está.
Golpeó las manos. Salió el hombre. Estaba en mangas de camisa como los demás.
— Somos los recolectores municipales —le dijo humorísticamente Godoy, mostrándole la carretilla llena— y veníamos a ver si nos podíamos llevar lo que tiene allí.
— ¿Y a dónde lo van a llevar? —dijo Benítez, desconcertado.
— La estamos quemando.
Entonces reconoció Benítez la presencia de Fabián y sus ideas. Irritado, no contra los que vinieron sino contra aquél, que parecía provocarlo con sus iniciativas, contestó:
— No se molesten, será mejor que lo dejemos aquí.
— Pero si no es molestia. Cabe en la carretilla, y no pesa mucho, tampoco.
— Dejen no más, si ya la iba a quemar yo mismo, en el patio. Cada uno puede atender a lo suyo. ¿No les parece?
— Como usted diga. Pero no está mal que entre todos hagamos el trabajo. No es cosa de ofenderse, tampoco. Si la gente de buena voluntad pone el hombro…
Como para cortar la discusión, Benítez saco del bolsillo una caja de fósforos y acercó fuego a los papeles, que se fueron encendiendo. Agachado, desahogaba rezongando su exasperación, que trataba de disimular.
— Cuidado con esa cortina -le previno Godoy viendo la dirección de las llamas.
Y empuñando las varas de la carretilla, se alejó con Páez.
Hasta los chicos cooperaban, arrojando a la fogata papeles, alguna maderita. Pensaba Fabián que ésa era la única manera de combatir el desaliento de la gente. Avanzaba un poco a ciegas, solo guiado por su intuición. El trabajo en común, en equipo y con conciencia de que formaban una comunidad, era lo único que podía salvarlos. Había allí gente que conservaba un charco delante de la puerta en lugar de colocar unas piedras o unos ladrillos. Intentar cualquier cosa, antes que ese tipo de resignación. Trabajando se repecha la difícil cuesta de una salida hacia el futuro. Trabajando creaban el futuro en el presente, y disfrutaban el placer de ese esfuerzo. Al menos, él lo sentía. Algunos consideraban estéril todo acto. ¿A qué atarearse? Para ser dueños de ese basural, en el mejor de los casos. Pero trabajar es probarse, luchar por algo, es, al menos, respirar hondo. Los chicos se divierten mientras las lenguas de fuego vencen al humo y se elevan, indicando de alguna manera una victoria. Lo que aterraba a veces en ese lugar era la intuición de que allí no existía futuro, de que estaban en un inmóvil círculo del infierno. Todos los caminos estaban clausurados; era un mundo especial cerrado en sí mismo, inmutable hasta la eternidad. Benítez, que observaba la reunión, no pudo resistir la tentación de acercarse, y llegó a tiempo para oír decir a Fabián:
— Lástima que no hicimos venir la tierra para esta mañana en lugar de pedirla para el sábado. Entre todos hacíamos el trabajo ahora mismo.
— Cierto, pero ¿quién hubiera adivinado que hoy casi nadie trabajaría? —dijo Godoy.
Sorprendió a todos la violencia con que habló Benítez:
— ¿Pero están locos, ustedes? Después de lo sucedido, ¿quién piensa en traer esas camionadas?
Fabián rebuscó su voz más calmosa para preguntar:
— ¿Después de lo que sucedido? ¿Qué tiene que ver?
— Conmigo no cuenten. Si a ustedes no les basta, yo no me muevo más. Y no esperen que ponga la parte que me tocaba. Esa es plata perdida, y a mí no me sobra.
— Usted no ponga, nadie lo necesita —terció fastidiada Isolina.
— Con usted no hablo.
Fabián contuvo a Isolina, y prosiguió en su tono sereno y sorprendido:
— ¿Por qué no vamos a traer la tierra? No sé por qué, si ellos nos persiguen, nosotros vamos a…
Hablaba como si realmente no entendiera la relación. Temía que Benítez les contagiara su derrotismo y ésa era también una manera de ganar tiempo hasta encontrar argumentos. Actuaba sin embargo espontáneamente al oponerle su acostumbrada firme suavidad. Desde esa posición, aseguro, en forma categórica:
— Al contrario, hay que traerla, hay que traer más tierra y desparramarla entre todos, como se resolvió.
— ¡Ja! A mí no me toma el pelo usted. Qué tanto rellenar los bajos si el patrón al fin nos echara a todos. ¿O ustedes trabajan para él y quiere que nosotros formemos su cuadrilla?
Y se rió insultante. Eso era demasiado. Fabián se irguió en su metro ochenta de estatura. Su reacción natural vencía a su espíritu de conciliación, y apreté los puños. Ramos, que había llegado a tiempo para observar la escena, avanzó delante de Fabián, para decir:
— El señor es muy dueño de no trabajar con nosotros, si no quiere. Nadie lo va a obligar. Al contrario. Si esto piensa de… —iba a decir “de un compañero", pero como hablaba con lentitud tuvo tiempo de decir…— de nosotros, es mejor que no colabore.
Benítez vio las miradas hostiles. Todos ellos formaban contra él en ese momento un bloque, dispuestos a castigar su mala fe si mantenía su intención agraviante, y opto por retirarse en silencio.
— Si no se va yo le arranco los ojos, le dejo la marca de mis uñas -dijo Isolina.
— Pero eso le gustaría a Benítez, así tomaría importancia su mala voluntad. No contestándole, se envenena solo.
A ella le gusto el punto de vista, un motivo más para admirar a Fabián. Y se pacificaba, sintiendo que el no haber hecho nada, fue sin embargo una forma de complicidad con él.
— El camión viene el sábado, ya es seguro. Me hablo López, pero con todo el lio me olvidé de avisarles —explicó Ramos.
— Si Ramos tarda un minuto en hablar, me parece que Ayala lo amasija —dijo Pastor.
— Es un mal bicho y no hay que descuidarse.
— Yo creo que hablando se entiende la gente, pero es un hombre que no da razones. Y no comprende que le- hace el juego a los que quieren echamos. Pero les va a costar, si 10 hacemos nuestro, al lugar.
Fabián expresaba vagamente el sentido de su actitud. No pensaba, por cierto en alguna base jurídica de posesión sino que definía y proponía una actitud a que lo impulsaba su modo natural de ser. Tenía confianza en ese y en todo trabajo que pudieran realizar juntos. Era lo único que podían hacer, pero era la forma de soslayar la impotencia. Rellenando los bajos, quemando la basura, demos traban que algo estaba en las propias manos.
También para Ramos, el malón sufrido solo re presentaba un incidente. Y esa tarde resolvió levantar las tablas de madera que cubrían el piso de portland que termino en el porche de su vivienda unos días antes. Su casa, una habitación y una cocina, era rústica y edificada con ladrillos colocados de canto, pero de todos modos una de las pocas de material.
— Ya está seco el cemento —dijo a Roberto, su chico, que lo miraba trabajar.
— Papá, son las patitas —mostró excitado el niño, que solo tenía cuatro años.
Ramos no entendió en el primer momento, pero luego se dio cuenta que en el cemento quedaron dos veces las evidentes huellas de la planta de un perro.
— Victorino —completó el chico, nombrando al indudable dueño de esas impresiones digitales; le causaba gracia y llamé a la madre para que las viera.
— Tomamos mate aquí —dijo ella, que traía una silla de junco y el banquito de la cocina.
— Es un porche de lujo —dijo Ramos orgulloso de su obra—. Vamos a inaugurarlo. Sirvo yo.
— Tengo que hablarte de algo —dijo Elba al de volverle el primer mate que él le babia extendido.
— ¿Qué pasa? —extrañado, interrumpió la caída del agua antes de que el mate se llenara. Le preocupaba el escaso interés de Elba por el flamante piso de cemento.
— Bueno; de nuevo pienso que yo también debo trabajar.
— Hace mal en insistir.
— Y oponerse, ¿no está mal? Nadie me lo puede probibir.
— ¿No quedamos que por ahora…?
— Pero he cambiado de idea.
— Usted ha cambiado de idea, pero me parece que yo no voy a cambiar.
Ella media en el “usted” y en el tono de su marido la contenida violencia de su oposición. Creyó necesario explicarle:
— No es capricho. ¿Por qué si lo que uno gana no alcanza, se va a quedar el otro cruzado de brazos?
— Así que no alcanza…
La mirada de él se hizo más dura al decirlo.
— No lo convierta en cosa contra usted. ¿No puede ser algo planeado entre los dos?
Él no contesto, y ella siguió, entonces, sin abandonar el "usted" que en su boca no encubría hospitalidad sino una forma de gentileza:
— Tiene buena mano, usted; le ha salido bien el piso de cemento. ¿Pero quiere creerme? Se me ocurrió la cosa, al ver tan lindo el porche.
— ¿Qué tiene que ver?
En su voz y en su mirada había el mismo asombro. Pero el asombro no era peligroso, como la tensión de antes. Elba cedía en la voz, sin renunciar a su plan. Quería razonarlo.
— Tiene mucho que ver. No quiero más comodidades, no pienso encariñarme. Me gusta que la adorne, a la casa, claro, pero entonces, ¿quiere decir que nos vamos a quedar siempre? Esto es peor que la incomodidad. La incomodidad se aguanta ¿pero qué quiere? ¿Qué me acostumbre a la idea de no salir más de aquí?
Y le apreté el corazón la misma angustia con que desperté en la madrugada de Ia batida para ver a su marido tratando de ponerse el pantalón mientras el policía apurado por llevarlo le impedía vestirse.
— Pero es que no quiero que trabajes -dijo él, ahora sin irritación.
— Ya lo tengo determinado.
— No lo voy a permitir —dijo él en un nuevo esfuerzo por mantener su posición.
— ¿Acaso quiero violentar tu voluntad? Pero no hay más remedio. No hay que cortarle a una el gusto de ayudar.
— ¿Y el chico? —dijo él, apelando por ultimo al argumento que creía decisivo.
— Por el chico quiero hacerlo. Tiene cuatro años. Si trabajo ahora, cuando empiece a ir a la escuela podré estar en casa para atenderlo. En casa, y en una casa, no en medio de esta charca.
— Está bien —dijo Ramos pensativo, con el respeto y la admiración que muchas veces sentía por su mujer — ¿Y de qué piensa trabajar, si se puede saber?
— Ya lo tengo todo averiguado, y el empleo conseguido.
— Aja. Creí que había querido consultarme.
Ella se sonrió, y él, cediendo, también. Agregó:
— ¿Y dónde?
— Aquí muy cerca, en la Hilotex.
— Cerca queda.
Se levantó, alzando el banquito, para comprobar que sus patas de madera no dejaron marca en el piso ya seco del porche. Si, su marido, que era capacitado mecánico en una fábrica de cocinas de kerosene, se daba mafia para todo. Había hecho un contrapiso de ladrillo picado y sobre éste alisó la capa de portland. Pero ella no quería tumbas confortables en el barrio de las latas y tenía que luchar contra el conformismo de Ramos que se adaptaba a todo, y todo lo soportaba, buscando siempre el lado bueno de las cosas.
— Pero ¿y el chico? No me ha contestado. ¿Lo va a dejar solo?
— Solo no. Me lo va a cuidar Jerónima, ya hablé con ella. Deja de trabajar el viernes, porque espera un hijo; por eso sé que va a cuidar al mío.
Ramos aceptaba ya la nueva perspectiva aun sin saber cómo iba a ser eso. La idea de que era humillante para él ya no le perturbaba. Elba quería trabajar; buena y recta compañera, le bastaba actuar con naturalidad para tener razón.

CAPÍTULO 3
El sábado, por la tarde, no llegó el aguardado camión de tierra, pero en cambio en la entrada del barrio se detuvo un viejo coche de plaza de capota curvada tirado por un caballo evidentemente más joven que el vehículo y que su conductor, que en ese momento se daba vuelta para mirar a su pasajero, cuya indicación de parar había obedecido. El hombre que, sentado, inmovilizaba con una mano su cama turca, un elástico con cuatro patas de madera torneada, descendió del coche haciéndolo inclinar hacia el costado del estribo que pisé. Deposité el desnudo armazón sobre la vereda. Luego saco del interior del coche un bulto hecho con una frazada cuyas puntas atadas parecían orejas, y se dispuso a pagar su viaje. En ese mismo momento llegaba allí, del lado opuesto, una familia de siete personas: padre, madre y cinco chicos, el mayor de los cuales tenía diez años y el menor tres. No se decidían a entrar. Pero en medio de su evidente vacilación, parecía interesar mucho a la familia ese elástico plantado allí en la vereda. Ellos no traían cama; solo los bultos, parecidos pero más grandes que el del pasajero del coche. Por cierto que el cochero no arrancaba, atraído por la escena. El del elástico era fornido, de pelo claro, con ese tostado dorado de los rubios, y tenía un aire de marinero, pues solo vestía un pantalón oscuro y una remera azul, mezcla de tricota y camiseta liviana de escote circular. Advirtió el desconcierto de esa gente y deseando darles ánimo les dijo con sonrisa tímida:
— Parece que vamos a ser vecinos.
— ¿Usted también viene a vivir aquí? –preguntó el hombre de cara aindiada, jefe de ese grupo que ahora lo rodeaba.
— La verdad de las cosas, si —contestó.
— Tenemos que preguntar por Ramos —dijo la mujer— Vive aquí, está casado con una prima mía.
— Vamos a averiguar.
Y cargando su elástico al hombro, y el bulto en una mano, se metió en una especie de calle interior a cuyos flancos se alzaban las casillas de madera. La familia lo siguió, mas resuelta. Media docena de chicos les salió en seguida al encuentro. Allí estaban las mejores viviendas, dispuestas mas espaciadamente, pero a medida que avanzaban, el aspecto se tornaba más miserable, y las construcciones más endebles, de lata, o de cartón que parecía tras que otras semejaban grandes cajones sin aberturas. Variaba el material, el color, y también la inclinación de esas casuchas torcidas. Por todas partes se asomaban sus ocupantes que observaban a los nuevos, a quienes indicaron el rumbo que debían seguir, en medio de los vericuetos. A Elba se le cayó el mate al levantarse de un salto cuando reconoció a su prima y su familión.
Los hombres no se conocían. Ramos era argentino, nacido en el Chaco, y los recién venidos eran,
como Elba, paraguayos. Se hicieron las presentaciones, no exentas de ceremoniosidad. Elba atendió a los cinco sobrinos. El del elástico siguió sin detenerse hacia su propio agujero, una breve piezucha, compartimiento de una construcción baja, de chapas acanaladas pintadas de rojo granate oscuro apoyadas sobre el paredón de la fábrica que cerraba el barrio por el lado oeste. Acomodo su cama y su pequeño atado encima y se volvió hacia el porche de Ramos. En sus dos metros cuadrados había ahora unos diez vecinos, casi todos paraguayos, ansiosos de obtener noticias de los compatriotas que venían directamente del país que ellos habían dejado ocho años atrás. Y hablaban todos a la vez, y para peor, como pensó el del elástico, en un idioma incomprensible.
Ramos se ponía sombrío cuando su mujer se le perdía al conversar en guaraní con sus paisanos. Elba vio su cara y le hizo un ademan que significaba que ya le explicaría todo.
— Parece que tiene visitas -dijo a Ramos su vecino, el salteño Godoy, un hombre joven, delgado, de agudas facciones, piel muy oscura, con unos rasgos que le hacían parecer árabe, tal vez egipcio. Godoy, que era de la comisión de vecinos, advirtió Ia presencia del hombre del elástico, a quien había conocido cuando aquél alquilé su vivienda.
— ¿Cómo le va, Codesido? – lo saludó cordialmente.
Le dio un apretón de manos saludando ostentosamente su incorporación al lugar. Al oír hablar en castellano, el paraguayo recién llegado interrumpió sus diálogos con la gente que lo rodeaba. Ramos hizo la presentación explicando la existencia de la comisión de vecinos de la que otros de los presentes también formaban parte. Godoy, con cierta solemnidad, como siempre, le dio oficialmente la bienvenida en ausencia —dijo- del compañero Fabián Ayala, el Presidente de la comisión, que esa tarde, a pesar de ser sábado, debía cumplir su trabajo de pintor en una obra en la que se había atrasado justamente por la demora sufrida en la comisaria.
Godoy, impulsado por una curiosidad cordial y por el sentimiento de sus deberes de hospitalidad, hizo preguntas minuciosas y el paraguayo, que se llamaba Galeano, se mostró dispuesto a repetir y a ampliar lo que ya había adelantado en guaraní a sus paisanos. Godoy comenzó por preguntarle si venia solo o con la familia, pues en medio de esa aglomeración de grandes y chicos no podía distinguirse a la población estable de los nuevos.
— Yo tengo cinco familias —contestó el otro, equivocando el término; en realidad, se expresaba sin fluidez en castellano.
— Cinco chicos, quiere decir —aclaró Elba, que traía en un plato una gruesa rosca.
— Geté pa co chipa guazú. ¡Qué rica esta la chipa grande!
La vocecita del paraguayito que celebraba en guaraní con entonación jubilosa el pedazo de torta que iban a darle, hizo reír a todos.
Elba, después de convidarlos, propuso a su prima que fueran a la vivienda que iban a ocupar, situada allí cerca, en uno de los recovecos inmediatos.
Se fue con ellos una parte de las mujeres y los chicos y entonces los hombres se acomodaron sentándose en sillas y en los bancos que limitaban el porche de Ramos. Contestando a las preguntas que le dirigían, Galeano compuso un relato enmarañado pero concrete. Realmente empujado por el hambre, deje su trabajo en el campo, dirigiéndose a Asunción. Allí no pudo aguantar más de un mes, a pesar de que tuve suerte al principie, al conseguir trabajo de panadero. También su mujer le ayudaba vendiendo “cosas” en la calle con la canasta —hizo ademán de cargarla en la cabeza- pero ni con lo que ganaban les des les alcanzaba para comer. Se arreglaban con una sopa que cocinaban con un kilo de hueso sin carne y con un puñado de arroz, un zapallito, una cebolla y un poco de perejil.
Expresándose con paciente deferencia, dije a Godoy que compraban galleta y no pan. Y explicó, en su estilo detallista, que con una galleta los chicos están dos o tres horas mordiéndola, tan dura es, mientras que el pan es blando y un kilo —dijo— se come en un minuto. Así que es mejor galleta. Leche, no hay —agregó—, aunque a veces se consigue, pero en polvo. Clare que no la usaban disuelta, como dice en la caja, en ocho litros de agua, sino en veinte.
— Hay que engañar a los chicos, ya que a los grandes no se puede -fue su conclusión.
Quería decir que engaliaban el hambre de los chicos dándoles lo poco que conseguían, privándose ellos. Y agregó que allá se comía mucha fruta de chupar: naranjas agrias y naranjas dulces, mangos, pomelos. La fruta abunda y hasta hacia poco ni debían pagarla, aunque últimamente también se había convertido en mercadería que se vendían y cobraban.

CAPÍTULO 7
Así ocurrió. Una mañana cualquiera Buenos Aires descubrió un espectáculo sorprendente: al pie de los empinados edificios de su moderna arquitectura se arremolinaban infinidad de conglomerados de viviendas miserables, una edificación enana de desechos inverosímiles. Podía creerse en la resurrección de las tolderías indias, a las que se asemejaban. Ni desde los más altos rascacielos se habían podido divisar hasta entonces esos rancheríos. ¿O se había preferido no verlos? Lo cierto era que su presencia ya no se podía ignorar o disimular. Creerías que habían venido desde sus pagos provincianos para recordar su existencia. Las columnas se habían detenido en ese teórico foso de defensa que constituye la avenida General Paz, una bella ruta que como un rio de asfalto entre arboledas y césped circunvala la ciudad. Y hasta algunos de esos barrios liliputienses llevados por el ímpetu de su marcha habían alrevesado ese límite. La invasión se realizó por varios puntos. Por el norte desde Saavedra, y en el barrio de Belgrano, muy cerca de la más bella zona residencial de la ciudad; por el Riachuelo, introduciéndose profundamente, y encadenándose con otras villas hasta el barrio de Flores; por el oeste, en las proximidades de Liniers, a uno y otro lado de la calle Rivadavia, columna vertebral de Buenos Aires. Pero también irrumpió hasta algún lugar céntrico, a no muchas cuadras de la Plaza de Mayo y la Casa de Gobierno.
Se estaba produciendo un cambio en el país y ése era uno de sus signos visibles. Ese cambio se proyectaba desde la capital y refluía sobre ella. Buenos Aires se había convertido de pronto en una ciudad congestionada por la afluencia de una doble corriente humana. Procedía una de Europa. En el periodo que precedió a la segunda guerra mundial, mientras ésta se desarrollaba, así como a su terminación, arribaron importantes contingentes que no pueden calificarse exactamente de inmigratorios porque eran muy distintos a las densas columnas de trabajadores que llegaron a fines del siglo pasado y a comienzos del actual, procedentes de sectores proletarios y campesinos, y comenzaban por integrarse en iguales núcleos de nuestro país, aunque después evolucionaran económicamente. Ahora era diferente el nivel social de los que llegaban. Esquematizando pudiera decirse que vinieron primero las víctimas del nazismo, en la etapa del auge hitleriano sobre una Europa inerme. Luego, terminada la contienda, arribaron remanentes de los sectores nazi-fascistas transitoriamente vencedores y que terminaron siendo derrotados. Mucho escombro de aquel derrumbe vino a caer de este lado del Atlántico.
La otra corriente humana, aquella que se estacioné en los umbrales de la capital, proceda del interior de la república y también de los países vecinos. Porque el gran movimiento migratorio interno que se ponía en marcha incluía a las naciones limítrofes. Los que venían de Chile ensanchaban las villas miserias del sur de la república, desde Bahía Blanca para abajo. Los que procedían de Bolivia y del Paraguay, fueron a parar a lo que se llama el Gran Buenos Aires, es decir, la capital y sus alrededores. La corriente migratoria del nordeste y del noroeste sigue espontáneamente el rumbo hacia la cuenca del Plata. Acaso este movimiento, tal como se cumplió y se sigue cumpliendo, demostraría una unidad natural por encima de la división nacional, de lo que fuera el Virreinato del Rio de la Plata el cual por un curioso destino histórico, en un momento de plenitud de la Argentina, aparece reconstituido por el origen del elemento humano que colma las villas miserias que rodean a su capital.
El crecimiento industrial que impulsa este movimiento comenzó durante la segunda guerra mundial. Ya había pasado esto en la del 14 pero esta vez el incremento llevaba un ritmo más poderoso, lo que no quiere decir que fuera planificado. El país aprovecho como pudo la oportunidad que se le presentaba. Tradicionalmente productor de carne y de cereales, logré modificar su estructura económica, pues sus obligados proveedores de maquinaria y combustible que eran los mismos que adquirían sus productos agropecuarios, estaban primordialmente consagrados al esfuerzo de sobrevivir en esa guerra. No podían producir las maquinarias que necesitábamos y al mismo tiempo dependían vitalmente del trigo y de la carne que podíamos enviarles. La lucha resulté más larga y más dura que la primera. El progreso industrial argentino se cumplió desordenadamente y, sin distribuirse en todo el país, siguiendo una línea tradicional de deformación del equilibrio nacional se concentré sobre todo en Buenos Aires. En la misma forma turbulenta crecieron los barrios de trabajadores que seguían llegando sin interrupción.
No siempre venían directamente de las áreas rurales, despoblándolas totalmente de agricultores, o dejando sin peones las estancias. En los alrededores de las ciudades del interior existían desde mucho antes grandes ranchadas, que anticiparon las villas miserias capitalinas y que hubieran merecido con más justicia ese nombre porque ellas si eran expresión de la extrema pobreza del medio. Estaban ocupadas por una especie de lumpen formado por individuos que el campo no alcanzaba a incluir y alimentar y que tampoco llegaba a tener un lugar y trabajo en la ciudad de provincias. Se agolpaban entonces a sus puertas y malvivían de changas y trabajos circunstanciales, en actividades en las que estaba comprometida su dignidad humana. Pero no era por su gusto que así vegetaban en su lugar de origen, al amparo de esos embalses de la oleada migratoria interna, desbordados luego en la etapa de la industrialización.
Aproximadamente desde 1945 Buenos Aires advirtió su propio crecimiento en detalles visibles que afectaban a sectores mayores y menores de la población. Era también efecto de la prosperidad de aquella inflación inicial. Así ya no fue posible ir un sábado de noche al cine o al teatro sin reserva previa de localidades. Parecida dificultad se presenté para ocupar una mesa en un restaurante, a todas horas llenos. Los problemas más graves se manifestaron en el transporte y la vivienda. Los vehículos de la ciudad registraron el exceso de población. Los subterráneos y los trenes del servicio urbano reventaban de gente. Siempre iban repletos, y en las horas que correspondían a la entrada y salida de las fábricas y oficinas, el apretujamiento era ya no molesto sino indecoroso, inhumano. Más que subir, la gente asaltaba los trenes. Se viajaba colgado, desbordando las puertas, con el peligro consiguiente.
Veinte años atrás, alquilar un departamento no era en Buenos Aires difícil. Pero de pronto paso a la historia el clásico papel (los porteños nunca usaron su nombre castizo de albarán) que en las puertas o ventanas anunciaban una pieza o departamento desocupados. La edificación no se babia detenido, sin embargo, y muchas construcciones modernas se alzaban en la ciudad realmente renovada, pero estaban únicamente al alcance de los sectores acomodados. La clase media se mantenía en las anteriores viviendas de alquileres congelados. Los trabajadores que llegaban del interior solo en el primer momento con siguieron ubicación en piezas de casas de vecindad o los más populosos conventillos.
Al intensificarse la división de extensos terrenos y quintas que rodeaban la ciudad, al solo impulso de la iniciativa individual, surgieron nuevos barrios de normal apariencia, constituidos por la casita tradicional y la residencia tipo chalet, que se integraron en la fisonomía común de Buenos Aires, mejorando su aspecto. Pero al mismo tiempo, como oscuros remansos formados por los excedentes humanos que en torrente iban afluyendo, fueron apareciendo los barrios de emergencia que se caracterizaban por otro tipo muy distinto de construcción, elemental y primitiva, pero de ladrillo que levantaba el inmigrante europeo.
Con rapidez increíble se completaba esta forma nueva de colonización de extensiones descampadas que aún quedaban en los suburbios dentro y fuera de la ciudad. Aparecía de pronto un ranchito solitario, perdido en la vastedad del baldío. Al día siguiente nuevas casillas se le habían arrimado, y el crecimiento se notaba acelerado al reaparecer el paisaje cada mañana, culminando la proliferación el sábado y el domingo. Cuando se reiniciaba la semana, el baldío estaba cubierto por el extraño conglomerado surgido a ras de tierra. Era la floración fulminante de un barrio nuevo que parecía nacer viejo y envilecido.
Pero esas construcciones inseguras, frágiles, degradadas, eran viviendas de seres humanos.

CAPÍTULO 9
— ¡Ah!, pero oigan esto. “Que a raíz de haber efectuado —la voz de Evelio Pastor tomaba giros grotescos al leer el escrito de la demanda— un viaje al interior del país, a mi regreso encontré el terreno referido de mi propiedad y cuya posesión habían ejercido sin oposición, y en forma pacífica, continuada y tranquila, ocupado por diversos intrusos que sin autorización de nadie —fíjense, compañeros, sin autorización de nadie— y sin ánimo de poseer se habían allí instalado”. Nosotros, sin ánimo de poseer, y él, poseedor tranquilo, tranquilo.
La expresión de Pastor siempre era confusa en castellano, pues hablaba ligero y como si tuviera la boca llena de piedras y en esta lectura realizada con voz artificiosa se le entendía aún menos que de costumbre de modo que solo atendían a sus muecas, y a las contorsiones del cuerpo que las completaban. Provocaba grandes carcajadas. Fabián, para contrarrestar la jarana, con un ademán que pedía silencio dijo calmoso en voz baja: 
— Ahí está la mentira de ese hombre. Y la mala fe. Todos sabemos que compro el terreno con nosotros dentro.
— Nosotros le hicimos el terreno, porque él compro un bañado.
— No hay como tener suerte. Primero trabajamos nosotros para él, después el gobierno. Le entubaron el arroyo que ahora es calle.
— Y usted qué habla, compañero Ayala, si usted no es más que un “intruso” —lo interrumpió Pastor.
Y agitaba el papel con una mano mientras indicaba algún párrafo con el índice de la otra.
— Que lea Benítez —propuso, cansado.
— Que lea Fabián —dijo Isolina, mezclada al grupo.
Benítez no quiso leer, y Fabián, riéndose también, arrebato el papel a Pastor, y después de repasarlo para sí unos minutos —todos, dejando de reír, siguieron en silencio expectante su examen del texto de la demanda— dijo lentamente:
— No somos nada, como dicen los porteños. Qué poco valemos. Este hombre debe de haber comprado el bañado por muy poco, porque nosotros ya estábamos acá. Nosotros no aumentamos el valor del terreno, y eso debiera darnos un poco de vergüenza, lastima nuestro amor propio.
Pretendían desalojarlos judicialmente y Fabián quería que escucharan la demanda. Y dispuesto a leerles todo el escrito, dijo:
— Bueno, este Pastor me contagio las ganas de leer. Oigan esto: “En el proceso mencionado la seccional de policía ha dejado constancia en su informe objetivo y pericial —pericial, ¿por qué?, ¿acaso no vinieron a oler? — que tales intrusos se caracterizan por su afición a las bebidas alcohólicas y las peleas, gozando en el vecindario de muy mala fama, por todo lo dicho y por su poca de dedicación al trabajo”. En adelante, Evelio, usted me toma solo bebidas sin alcohol y si es posible nada más que Coca Cola. Pero oigan lo mejor: “En dicho conglomerado —atención, esto es un con-glo-me-ra-do la higiene y la moral no pueden existir en forma alguna, siendo las viviendas por ellos construidas de carácter precario y sin detalles de higiene de ninguna clase, lo que constituye un gran peligro social y foco de enfermedades, epidemias, que pueden alcanzar caracteres de suma peligrosidad y riesgo.”
Insensiblemente iba cambiando de voz y después de una pausa en que le vieron mover la cabeza a derecha e izquierda y arriba y abajo, leyó el final del escrito con seriedad:
— “Demás esta señalar que las gestiones personales que he realizado para obtener el desalojo de los ocupantes no han dado resultado favorable y que el daño que esta situación me produce es extraordinaria, en razón de precisar dicho inmueble para la instalación de mi establecimiento industrial que funciona actualmente en mi domicilio real de la Capital Federal, cuya ampliación estoy contemplando seriamente, conjuntamente con otras entidades comerciales e industriales de que formo parte.”
Fabián había comprendido y quería que también los demás lo entendieran; aquella espantable razzia que habían soportado, se realizó para cumplir un requisito judicial que permitiría seguir el pleito para desalojarlos. La angustia del despertar sobre saltado, el terror de chicos y mujeres, el arreo de los hombres como animales y su trato como si fueran delincuentes. En la misma demanda se citaban los artículos, cuyo cumplimiento se había logrado de ese modo. Era el pretexto legal que dio el procurador al comisario, que, por su parte, considero saludable tal ejercicio de intimidación sobre esa gente. Pero la exigencia del procurador y su cumplimiento por el comisario traducían además la actitud mental del señor Groso, propietario del terreno. La obligación de establecer la identidad de todas las personas que allí vivían para poder de mandarlas una a una le parecía imposible al señor Groso por un camino normal. Nunca había penetrado en la ciudad enana y desde afuera la imaginaba una ciudadela energía, y a Ia vez un reducto de criminales. Le fascinaba ese mundo pero se conformaba con imaginárselo, y aunque con frecuencia, como esa tarde, rondada por allí, descartaba absolutamente el entrar, del mismo modo que nunca había pensado pasear por el anillo de Saturno. La entrada por la Avenida era un angosto corredor de piso de tierra que solo descubrían quienes lo conocían. El solar delantero, el que daba a la calle, era el local de ventas de un fabricante de casillas de madera, versión porteña muy simplificada de las casas prefabricadas. Detrás estaba el barrio y el señor Groso lo imaginaba como una toldería levantada por gentes no menos feroces que los indios, cuyos rasgos exteriores en cierto modo les atribuía. Si por algunos detalles entrevistos, por ejemplo esa niña que salía con un sifón, evidentemente rumbo al almacén, no parecía tener ninguna vinculación con el desierto, el imaginativo señor Groso creía que ese barrio que invadía su terreno recordaba al menos a esos pueblos que tienen mucho de campamento que se ven en las películas del Oeste. Pero lo que realmente le preocupaba ahora era recordar la cantidad exacta de metros cuadrados de .su propiedad que de pronto se le había olvidado, aunque sabía que en conjunto eso era una buena manzana completa. Y se había olvidado la medida, pues la demanda hablaba de lotes y al delimitarlos cuidadosamente, dividía el conjunto. Tantos metros sobre tal calle y tantos sobre la otra. Se especificaba la existencia de varios tramos, y se transcribía la inscripción en el catastro. En definitiva, eran varias fracciones de forma irregular que se sumaban unas a otras, como que estaban todas en el mismo lugar. No había querido recurrir a los papeles como si quisiera obligar a su memoria al esfuerzo. Pero la cifra exacta le rehuía. Metió finalmente la mano en el bolsillo interior. Sí; tres fracciones daban sobre el arroyo Maldonado. Figuraba, además, una franja “A”. Y una anotación en que se reproducía la del catastro: Circunscripción VI, sección G, manzana 2, parcela 6. En total, 9.897 metros cuadrados. La compra parecía incierta en el primer momento, luego se formalizo, y el desembolso resulto mínimo. Cuando fue definitivamente suyo, entubaron

el arroyo y se valorizó enormemente el extenso terreno. Pero esos intrusos tomaban ilusorio su do minio. Debía conformarse con esta inspección a la distancia y bien sabía que el mirar no era suficiente para tomar posesión. Sin embargo el mecanismo de la ley, ya en marcha, prometía alguna solución, lejana pero segura. Dirigió un último vistazo a esa entrada que se disimulaba sola, a tiempo para ver a Paula que regresaba con el sifón que había ido a comprar.

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